La capacidad de tomar decisiones es la que determina, en cierto modo, qué camino vamos a seguir. Esa pequeña acción, aparentemente tan inocua y banal, marcará, poco a poco y sin apenas darnos cuenta, nuestra condición presente y futura. Algo parecido ocurre con las palabras. Desgajadas del resto, como peces fuera del agua, cobran otro significado. Buscar ese último sentido, ese ápice de lo que son o podrían llegar a ser, constituye la esencia de toda creación. Es precisamente en esa búsqueda donde hemos detenido nuestro camino y, concretamente, en la definición de palabras como impulsividad, cortesía, hostilidad, tolerancia, estrés o perseverancia, entre otras.

La metáfora, el humor o la ironía son algunos de los recursos que emplea el lenguaje para el desarrollo de esa labor. Sin embargo, considerar cada palabra como si fuese un escollo a superar no haría sino hundirnos en un mar de incertidumbre. Para avanzar, hemos de aprovechar todos los elementos de los que disponemos y agudizar nuestros sentidos. De esta manera, veremos cómo somos capaces de imaginar, para esta ocasión, una habitación lúgubre.
En primer lugar, y sin preguntarnos quién observa, hay que delimitar un punto espacial que marque el origen y, a partir de ahí, ir describiendo los elementos que conforman el espacio y que le dan ese carácter singular. Es importante matizar la ubicación de los objetos, no dejarlos flotando aleatoriamente, e incorporar alguna característica que los defina y que ayude a conformar el ambiente.
A esos primeros aleteos de la mirada, añadiremos otras percepciones sensoriales que se enriquecerán, si es posible, con diferentes figuras literarias y que, además, nos llevarán de la mano hacia aquellos recuerdos o personas que todo lugar lleva implícito y que siempre dejan, como los posos del café, un regusto amargo.