Los antiguos romanos tenían dos formas de valorar la labor de sus emperadores. Si sus actos en vida eran merecedores del culto público, se le dedicaban oraciones y homenajes. Por el contrario, si el difunto no era digno de ello, se le aplicaba la damnatio memoriae, una práctica que consistía en borrar todo rastro de su paso por el mundo.

Los tiempos han cambiado, pero las traiciones, las deslealtades, los actos vandálicos o los crímenes se siguen cometiendo, condenando a sus autores al ostracismo de una vida entre barrotes. Sin embargo, el afán de trascendencia es común a todos los mortales, y en un intento desesperado de resistencia y perdurabilidad, escribirán su propia autobiografía desde esa privación de libertad, explicando cómo se sucedieron los hechos y los motivos que les incitaron a cometer su delito en una búsqueda -tal vez infructuosa- de la emotividad del lector y su complicidad.