A propósito de estas primeras pequeñas aventuras unilaterales, la más terrible y risible se produjo en ocasión de una carrera endiablada, suicida, a la cual se lanzó Teresa con su Floride cierta noche que regresaban a la ciudad por la autopista de Castelldefels. Habían salido simplemente a dar un paseo, a última hora de la tarde, pero Teresa se había animado a ir lejos y cuando volvían era noche cerrada. Teresa llevaba una blusa a rayas de cuello corto y un rojo pañuelo de seda que flotaba al viento con sus cabellos. Tenía la radio encendida y se oía un cha-cha-cha. El murciano, que nunca había experimentado la emoción de la velocidad en un coche sport, miraba alternativamente el haz de luz de los faros sobre el asfalto, el cuentakilómetros (la aguja pasaba ya de los ciento veinte) y el delicioso perfil de Teresa, mientras con una mano se agarraba firmemente al cristal delantero, y mantenía el otro brazo sobre el respaldo del asiento de la muchacha. «¿Te gusta correr?», le gritó Teresa. Él asintió vagamente con la cabeza. Sentía en las sienes el golpeteo de su propio cabello atezado y en el rostro la furia del viento pegándose, adhiriéndose a la piel como una máscara cálida, mientras que en alguna parte un dulce zumbido iba en aumento y lo llenaba todo. La velocidad era cada vez mayor, y el zumbido se hacía cada vez más agudo y delgado, subía, subía primero por su vientre y luego por su pecho y de pronto inundó sus sentidos y se diluyó en una plenitud silenciosa, sideral, en una pueril emoción de luz de luna, de ingravidez… Pero Manolo desconfiaba de las emociones mecánicas (recordó oscuramente que una vez el Cardenal le habló de ciertas máquinas tragaperras que echándoles una moneda se la cascan a uno, en los Estados Unidos, debía ser un chiste) y sospechó que todo se había confabulado para aturdirle: la luna y las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas. Su habitual desenvoltura en torno a la hembra no había previsto este ataque traicionero, esta borrachera de los sentidos, y por vez primera en la vida se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella hermosa fuerza conjunta (automóvil-ricamuchacha-cha-cha) que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo. No supo lo que fue, si el perfil adorable de Teresa con los labios entreabiertos y los rubios cabellos al viento, flotando trenzados con el rojo pañuelo (una llama fulgurante en la noche) o el ardiente roce de las caderas, o tal vez la misma velocidad, aquel vehemente zumbido que era la plenitud de algo, pero lo cierto es que en un momento dado, súbitamente, un júbilo sordo, un dulce vacío en la médula (¡para, loca, despacio!) una excitación que nunca en la vida había experimentado y un ardor punzante produjo el segundo y definitivo cambio en sus sentidos: un brusco taponamiento en los oídos, mientras ingresaba en alguna región etérea y echaba suavemente la cabeza hacia atrás (¡para, nena, para!) y miraba el firmamento, y la música del cha-cha-cha envolvió su cabeza y flotó, y se estremeció, y creyó disolverse allí mismo… en el preciso momento en que Teresa (oh niña ingrata) frenó bruscamente al borde del autopista y, con gesto desfallecido, ella también, apoyó la cabeza despeinada en el volante y dejó escapar un profundo suspiro.
Fragmento de Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé
Una tarde, el primer verano de Susanna, Agnes percibe un olor nuevo en la casa.
[…]
Es un olor fuerte, acre, como de alimentos podridos o sábanas sin orear. No lo había notado nunca. Si tuviera color sería verde grisáceo.
[…]
¿Qué es? Huele a flores marchitas, a plantas que llevan demasiado tiempo en el agua, a estanque podrido, a liquen húmedo. ¿Habrá algo en la casa que se esté pudriendo?
[…]
También sabe que ese olor, ese aire podrido, no es algo físico. Tiene un significado. Es una señal, una señal de algo… algo malo, algo que no está bien, algo discordante en la casa. Lo nota, crece y medra en alguna parte como el moho del revocado en invierno.
[…]
[El padre de Susanna entra.] Agnes se da cuenta de que él coge una taza, la llena de agua de la jarra, la bebe, y después bebe otra y otra más. Da la vuelta alrededor de ellas y se deja caer en la silla de enfrente.
Agnes lo mira. Nota su propia respiración, aire que entra, aire que sale, como un árbol al viento. Vuelve el olor amargo y húmedo. Es más fuerte. Está ahí, delante de ellas. Sale de él como humo, se acumula encima de su cabeza en una nube verde grisácea. Lo lleva consigo, es como si el olor lo envolviera, como bruma. Es como si le saliera de la piel. Examina a su marido. Parece el mismo de siempre. ¿O no? A pesar de la barba, lo ve demacrado, pálido como el pergamino. Tiene los párpados hinchados y las ojeras moradas. Parece que mira por la ventana, pero en realidad no lo hace. Es como si no viera lo que tiene delante. Una mano reposa en la mesa, entre los dos, llena de aire vacío. Se diría que es un hombre dibujado sobre un lienzo fino, sin nada detrás; como si le hubieran chupado el espíritu o se lo hubieran robado por la noche.
Fragmento de Hamnet, Maggie O’Farrell