El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo del Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo.
Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.
Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.
Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños.
Fragmento del capítulo II de Un viejo que leía novelas de amor, Luis Sepúlveda
ALFONSO. Sí, respetable Veremundo; hoy mismo
de las murallas de Gijón me ausento,
donde tanta flaqueza y tanto oprobio
mis indignados ojos están viendo.
El moro triunfa, los cristianos doblan
a la dura cadena el dócil cuello,
sin que uno solo a murmurar se atreva
de opresión tan odiosa. No: aunque en medio
de esta vil muchedumbre apareciese
del gran Pelayo el animoso aliento;
en vano a libertad los llamaría,
ya nadie le entendiera.
VEREMUNDO. Él en el seno
de la etérea mansión goza sin duda
la palma que a los mártires da el Cielo
en el premio a su virtud. Fiero, incansable,
los llanos de la Bética le vieron
casi arrancar él solo la victoria,
que vendió la perfidia al agareno.
Él atajó el raudal a la fortuna
del soberbio Tarif, cuando en Toledo
del victorioso ejército sostuvo
la terrible pujanza un año entero.
De igual valor fue Mérida testigo;
hasta que puesta su cabeza a precio
por el infame Muza; y escondido
desde entonces su nombre en el silencio,
ni de él ni de Leandro el hijo mío
la fama volvió a hablar.
Fragmento del primer acto de la tragedia Pelayo, Manuel José Quintana